Dos monjes budistas caminaban juntos por un camino embarrado mientras llovía intensamente. Al aproximarse a un humedal donde el agua parecía llegar hasta la cintura, vieron a una hermosa y delicada joven vestida elegantemente, tan empapada como paralizada frente al borde del mismo.
— Vamos, niña, yo te ayudaré a cruzar — dijo inmediatamente uno de los monjes.
La adolescente le miró esperanzada, y se apresuró a subir a la espalda del monje, quien amablemente la llevó hacia el otro lado.
El otro monje, quien parecía haber presenciado algo terrible y cuyo semblante expresaba tensión y angustia, no pronunció palabra alguna hasta la noche, cuando llegaron a un templo en el que se alojarían hasta el día siguiente.
En ese momento, cuando ya no pudo contenerse más, dirigió la mirada hacia su compañero y le dijo mostrando un gran descontento:
— ¡Los monjes no nos acercamos a las mujeres, sobre todo, si son jóvenes y hermosas! ¡Es peligroso! ¿Por qué has hecho eso?
El otro monje, haciendo alarde de una gran serenidad, le contestó;
— Yo dejé a la joven en el otro lado del humedal. En cambio tú, la traes todavía contigo.
¿Cuántas veces nos ha ocurrido o nos han dicho algo, que hemos arrastrado durante el resto del día, amargándonos incluso en los días siguientes?
Al igual que somos muy selectivos con quien invitamos a nuestra casa, pues no dejamos entrar a cualquiera, hagamos lo mismo con lo que permitimos entrar en nuestra mente, y mucho más con lo que permitimos que se quede.
Recuerda que…
“Solo puedes tener un pensamiento a la vez, así que procura que sea positivo”.
Lo que pensamos y sentimos, determina lo que hacemos, y lo que hacemos; lo que somos.
Por tanto, vigila y controla lo que te permites pensar y sentir.
No podemos controlar las primeras sensaciones cuando recibimos un estímulo; cuando alguien nos dice o nos hace algo.
Sin embargo, sí que podemos controlar cómo respondemos ante ello; qué pensamientos permitimos que se queden con nosotros, qué decimos y mucho más aún; cómo actuamos.
No se trata de eliminar los sentimientos y emociones, pues eso es imposible, y hacerlo significaría perder la esencia de la vida; el SENTIR.
Igual que el maestro observa y escucha a sus alumnos sin dejarse manipular por ellos, para conocer qué ignoran y qué necesitan para luego proporcionarles la enseñanza más adecuada.
Observemos e interpretemos nuestros sentimientos y diálogo mental, para luego educar a la mente y al corazón, moldeando el carácter y esculpiendo nuestro comportamiento, para SENTIR, PENSAR y HACER de la manera más sabia y oportuna posible.
Se trata de domesticar a nuestros pensamientos y emociones.
No se trata de eliminarlos. Se trata de educarlos.